viernes, 13 de abril de 2012

El cuento: origen y desarrollo (116) por Roberto Brey

Copista medieval.

116

El Pergamino

El papiro tuvo un competidor, que nació en Pérgamo. La biblioteca de Alejandría en Egipto (desde el siglo III a. C hasta el III de nuestra era), en su momento de mayor esplendor llegó a tener cerca de un millón de libros, gracias a su política de copiar todo libro que pasara por la zona. Pero en un momento tuvo una competidora: la biblioteca de ciudad de Pérgamo en el Asia Menor. La rivalidad hizo que Alejandría le negara a Pérgamo el papiro que se fabricaba en esa ciudad, por lo que el rey de Pérgamo debió inventar un nuevo soporte, realizado en piel de cordero o cabra que recibió el nombre de Pergamino. El trabajo sobre el cuero, en algunos casos llegó a realizar un pergamino tan fino que según algunos historiadores se podía meter todo un rollo en una cáscara de nuez.

El triunfo del pergamino se verificó en un momento en que las luchas entre diversos pueblos llevó al mínimo la actividad de los escribas o amanuenses. Se quemaron bibliotecas, desaparecieron los establecimientos de escritura y se redujo al interior de los monasterios esa actividad, por lo que quedaron muy pocos, la mayoría monjes.

Por entonces y ya en época medieval,  la tinta había cambiado: más durable, penetraba en la piel del pergamino y era muy difícil borrarla.
La técnica se pulió, las letras mejoraron, se dibujaba la primera letra del escrito con toda clase de ilustraciones, las letras se apretaron para ahorrar espacio y se borraba raspando el material. En la Edad Media un libro de quinientas páginas tardaba un año en ser copiado. Para conocer lo esforzado del trabajo del copista, vaya el texto que uno de ellos ha dejado:

“Si no sabes lo que es la escritura podrás pensar que la dificultad es mínima, pero si quieres una explicación detallada, déjame decirte que el trabajo es duro: nubla la vista, encorva la espalda, aplasta la barriga y las costillas, tortura los riñones y deja todo el cuerpo dolorido...”
Colofon de Silus Beatus.

Por entonces ya el pergamino se cortaba en hojas de diferentes tamaños, muy parecidas a las actuales. Copiar, era un trabajo considerado como una obra piadosa, pero que exigía también una recompensa al monje. Un escritor actual dejó también una excelente descripción:

El scriptorium

Al llegar a la cima de la escalera entramos, por el torreón oriental, en el scriptorium, ante cuyo espectáculo no pude contener un grito de admiración. El primer piso no estaba dividido en dos como el de abajo, y, por tanto, se ofrecía a mi mirada en toda su espaciosa inmensidad. Las bóvedas, curvas y no demasiado altas (menos que las de una iglesia, pero, sin embargo, más que las de cualquiera de las salas capitulares que he conocido), apoyadas en recias pilastras, encerraban un espacio bañado por una luz bellísima, pues en cada una de las paredes más anchas había tres enormes ventanas, mientras que en cada una de las paredes externas de los torreones se abrían cinco ventanas más pequeñas, y, por último, también entraba luz desde el pozo octogonal interno, a través de ocho ventanas altas y estrechas. …
Tal y como apareció ante mis ojos, a aquella hora de la tarde, me pareció una alegre fábrica de saber. … Los anticuarios, los copistas, los rubricantes y los estudiosos estaban sentados cada uno ante su propia mesa, y cada mesa estaba situada debajo de una ventana. …
Los sitios mejor iluminados estaban reservados para los anticuarios, los miniaturistas más expertos, los rubricantes y los copistas. En cada mesa había todo lo necesario para ilustrar y copiar: cuernos con tinta, plumas finas, que algunos monjes estaban afinando con unos cuchillos muy delgados, piedra pómez para alisar el pergamino, reglas para trazar las líneas sobre las que luego se escribiría. Junto a cada escribiente, o bien en la parte más alta de las mesas, que tenían una inclinación, había un atril sobre el que estaba apoyado el códice que se estaba copiando, cubierta la página con mascarillas que encuadraban la línea que se estaba transcribiendo en aquel momento, y algunos monjes tenían tintas de oro y de otros colores. Otros, en cambio, solo leían libros y tomaban notas en sus cuadernos o tablillas personales.
Umberto Eco, En nombre de la rosa

Los libros eran encuadernados, sus tapas a veces mezclaban madera y metales preciosos, muchas veces se ataban esos libros con cadenas de hierro a las tablas, para evitar que fueran robados. En 1770, en la Biblioteca de la facultad de Medicina de París se encontraban libros de esa clase, y de esa época data la expresión leer las lecciones y escuchar las lecciones, cuando el profesor tenía la costumbre de leer el único libro y explicarlo, mientras los estudiantes escuchaban.

La escuela de los escribas (fragmento de una obra mesopotámica)
“He recitado mi tablilla, he desayunado, he preparado mi nueva tablilla, la he llenado de escritura, la he terminado; después me han indicado mi recitación y, por la tarde, me han indicado mi ejercicio de escritura. Al terminar la clase he ido a mi casa. He hablado a mi padre de mi ejercicio de escritura, después le he recitado mi tablilla y mi padre ha quedado muy contento… Cuando me he despertado, al día siguiente, por la mañana muy temprano, me he vuelto hacia mi madre y le he dicho: dame mi desayuno, que tengo que ir a la escuela.
Mi madre me dio dos panes y me fui a la escuela…
Me presenté al maestro, le hice la reverencia.
Mi padre escolar leyó mi tablilla y dijo:
-¡Está rota! – y me golpeó. Cuando el maestro preguntó sobre las reglas de la escuela, me dijo:
-Te vi andando por la calle, no aprovechas tu tiempo – y me golpeó.
El encargado de la conducta me pegó… El encargado de la puerta  me pegó… El maestro me pegó…”.


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